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Si hablamos de Bruno hablamos de poesía desde raíz. Así: cuando las llamas devoraban su cuerpo aquella fría mañana del 17 de febrero de 1600 en el Campo de' Fiori de Roma, Giordano Bruno permanecía en silencio. La Inquisición había logrado silenciar su voz, mas no sus ideas. El pensamiento bruniano, como semilla arrojada al cosmos que tanto defendió, germinaría siglos después para transformar nuestra comprensión del universo. Filippo Bruno nació en Nola, pequeña localidad cercana a Nápoles, en 1548. A los quince años ingresó al convento dominico de Santo Domingo Mayor en Nápoles, donde adoptó el nombre de Giordano. Allí, en la biblioteca conventual, devoró tanto textos sagrados como prohibidos, bebiendo de fuentes que moldearon su pensamiento heterodoxo.
Como solía ocurrir en la época, la ortodoxia dominica pronto resultó insuficiente para contener su espíritu inquieto. La sospecha de herejía comenzó a cernirse sobre él cuando cuestionó la doctrina de la Trinidad. En 1576, consciente del peligro, abandonó los hábitos y emprendió un exilio itinerante que lo llevaría por las principales ciudades europeas. El Bruno errante transitó por Ginebra, Toulouse, París, Londres, Oxford, Wittenberg, Praga, Helmstedt, Frankfurt y Venecia. Como señala el historiador Vincenzo Spampanato, “su destino fue el de quien, habiendo nacido para el vuelo intelectual, encuentra solo jaulas donde posarse”. En cada ciudad, Bruno dejó una estela de admiración entre los círculos intelectuales y de escándalo entre las autoridades religiosas. Su lengua mordaz y su negativa a retractarse de sus ideas le ganaron tanto devotos discípulos como enemigos acérrimos.
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El pensamiento del poeta y filósofo se edificó sobre cuatro pilares fundamentales. El primero, su cosmología infinitista. Heredero de Copérnico [y más valiente] pero mucho más audaz, Bruno defendió no solo el heliocentrismo sino la infinitud del universo. “El universo es uno, infinito e inmóvil... No tiene nada fuera de sí que lo espere, pues posee todo el ser”, escribió en “Sobre el infinito universo y los mundos” (1584). Concibió un cosmos sin centro ni periferia, poblado de innumerables sistemas solares con sus propios planetas habitados. Esta visión, revolucionaria para su tiempo, anticipó en siglos la moderna concepción astronómica.
El segundo pilar lo constituye su panteísmo inmanentista. Para Bruno, Dios no era un ser trascendente y separado del mundo, sino la sustancia misma del universo. “Dios está en todo y todo está en Dios”, afirmaba, fundiendo así lo divino con lo natural. Esta concepción, que bebía de fuentes neoplatónicas y herméticas, resultaba herética para la Iglesia que defendía la separación entre Creador y creación. Su teoría del conocimiento conformaba el tercer pilar. Bruno consideraba que el intelecto humano podía ascender hasta la contemplación de lo divino mediante un proceso interno de transformación, una “heroica frugalidad” que permitía superar las limitaciones sensoriales para alcanzar verdades superiores. El conocimiento no era para él mera acumulación de datos, sino transformación interior.
Además, su mnemonía o arte de la memoria constituyó una de sus aportaciones más originales. Desarrollada en obras como De umbris idearum (1582) y Cantus Circaeus (1582), Bruno elaboró un complejo sistema de asociaciones simbólicas que permitían amplificar las capacidades memorísticas. No se trataba de un simple truco mnemotécnico, sino de un método para reorganizar el conocimiento universal. Escribió tanto en latín como en italiano, alternando diálogos filosóficos con tratados científicos y obras literarias como Candelaio (1582), comedia en la que satirizó la pedantería académica de su tiempo. Transitó entre géneros con la misma fluidez con que cruzaba fronteras físicas, siempre perseguido, siempre reinventándose.
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Hacia 1591, aceptando la invitación del noble veneciano Giovanni Mocenigo, Bruno regresó a Italia. Fue un error fatal. Mocenigo [luego su enemigo], insatisfecho con sus enseñanzas esotéricas, lo denunció ante la Inquisición veneciana. Así comenzó un proceso judicial que duraría ocho años, trasladándose finalmente a Roma. Bruno enfrentó cargos de herejía. Entre ellos: negar la Trinidad, la divinidad de Cristo, la transustanciación; afirmar la eternidad e infinitud del universo; defender la transmigración de las almas y la existencia de múltiples mundos habitados. A diferencia de Galileo, quien años después optaría por la retractación, Bruno se mantuvo firme. Cuando el 20 de enero de 1600 el papa Clemente VIII ordenó que fuera declarado “hereje impenitente, pertinaz y obstinado”, Bruno respondió: “Tembláis más vosotros al pronunciar esta sentencia que yo al recibirla”.
Así, la trágica muerte de Bruno representó el intento por apagar una llama intelectual que resultó inextinguible. Hubieron de pasar siglos para que se reconociera su genialidad. Hoy, en el mismo Campo dei Fiori donde fue quemado, se erige una estatua que lo muestra encapuchado, mirando fijamente hacia el Vaticano. Es el símbolo del pensador que, enfrentado al dogma, prefirió la muerte a la retractación. En Bruno confluyen el científico visionario, el filósofo audaz y el mártir del libre pensamiento. Su legado pervive no solo en la historia de las ideas, sino en cada mente que se atreve a contemplar un universo infinito. Como él mismo escribió: “El tiempo todo lo da y todo lo quita, todo cambia pero nada perece”. Sus cenizas se dispersaron por el Tíber, pero sus ideas siguen iluminando nuestro pensamiento cuatro siglos después. Conózcanlo.