El pasado 30 de junio, en el sexto aniversario de la creación de la Guardia Nacional, el Congreso de la Unión aprobó una nueva ley para esta institución, junto con reformas de gran calado a ocho leyes federales, como parte de un ambicioso proyecto impulsado por la presidenta Claudia Sheinbaum. No estamos ante una simple armonización normativa con la reforma constitucional de 2024, que subordinó legalmente a esta corporación a la Defensa, sino ante una auténtica "transformación" de la Guardia Nacional, y al mismo tiempo, de una reconfiguración profunda del papel de las fuerzas armadas en la seguridad, y por extensión, en la vida civil del país.
La magnitud de los cambios es tal que se abrogó la ley fundacional de la Guardia Nacional de 2019, de apenas seis años. Era necesario un nuevo marco normativo —según la nueva mayoría parlamentaria— que materializara el mandato constitucional aprobado en septiembre del año pasado: la consolidación militar de la Guardia Nacional.
A pesar del negacionismo oficialista, la constitución y las leyes secundarias declaran abiertamente lo que la retórica redundante de la comandanta suprema de las fuerzas armadas intenta disimular. Aunque la Guardia Nacional sigue siendo definida como un “cuerpo policial”, es ahora un componente más de la Fuerza Armada Permanente, junto al ejército, la fuerza aérea y la marina. Se trata de una corporación integrada por militares, con fuero castrense, instruida en tareas de seguridad por sus colegas, es decir, otros militares.
La subordinación de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa es ahora total. Esta dependencia no sólo absorbe las funciones de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, sino que adquiere nuevas atribuciones estratégicas, como la de generar inteligencia para prevenir amenazas a la seguridad nacional. Además, el nombramiento de la comandancia de la Guardia Nacional –antes una facultad exclusiva del Ejecutivo— pasa a ser una decisión compartida con la Defensa, que propone al general a cargo.
La Guardia Nacional, una corporación “policial” que opera con lógica y mando militar, tiene ahora en sus manos un amplio abanico de competencias tanto castrenses como funciones civiles, que amplían su poder de vigilancia sobre la población civil. Entre sus nuevas y controvertidas atribuciones legales, dos resultan especialmente preocupantes. La ley le permite realizar operaciones encubiertas para la prevención del delito, que incluyen el uso de identidades falsas, infiltración, vigilancia y seguimiento sin conocimiento de las personas involucradas. Asimismo, podrá intervenir comunicaciones privadas —previa autorización judicial— lo que significa que sus elementos podrán escuchar llamadas, leer mensajes, revisar correos o interceptar comunicaciones digitales de cualquier persona si presumen la existencia de un posible delito. La militarización ya no solo se expresa en las presencia de las fuerzas armadas en el espacio público, sino también en nuestra vida privada, en nuestras conversaciones íntimas y relaciones cotidianas.
Antes incluso de esta nueva legislación, desde septiembre el año pasado –y no hace un par de semanas, como sugieren quienes parecen no haberse percatado de la enmienda constitucional– la constitución federal dejó de reservar la seguridad pública al ámbito exclusivo del gobierno civil. No ya sólo por la transmutación militar de la Guardia Nacional, sino porque faculta expresamente a la presidencia de la República para disponer del ejército, la armada y la fuerza aérea “en tareas de apoyo a la seguridad pública, en los términos que señale la ley” (art. 89, fracción VII, énfasis añadido).
Ahora bien, la presidencia no sólo puede disponer del ejército, armada y fuerza aérea para labores de seguridad pública; la Guardia Nacional también ha sido facultada para velar por la seguridad interior y defensa exterior del país. La colusión de potestades es tal que hace algunos meses afirmé que la única diferencia entre ambas corporaciones parecía ser sus uniformes.
Las enmiendas legales y constitucionales han terminado por desdibujar los límites de actuación entre el gobierno civil y el poder de las armas. Ya no hablamos solamente de un claro desequilibrio de poder entre ambas esferas; estamos ante una abierta claudicación del poder civil para gobernar la cosa pública mediante instituciones democráticas.
Se ha dicho que estas reformas abren la puerta a que los militares ocupen cargos de elección popular. Aunque la preocupación es válida, no es nueva. La constitución ya contemplaba esta posibilidad, siempre que se retiren del servicio activo antes de la elección. No obstante, en el contexto actual, marcado por la creciente influencia castrense, esta posibilidad adquiere un carácter profundamente inquietante.
La transformación militar de la Guardia Nacional y el ensanchamiento legal de las fuerzas armadas en tareas antes reservadas al gobierno civil son hoy el nuevo sello de identidad del Estado mexicano. Uno en el que los cuerpos castrenses son protagonistas centrales en la seguridad, la inteligencia, la vigilancia y, posiblemente, del gobierno y representación política de la ciudadanía. Las condiciones están dadas las instituciones civiles —y con ellas, nuestra vida cotidiana— queden absorbidas por la lógica militar.