No hay demócrata que pueda negarse a leer el veredicto popular. Al pueblo se le debe escuchar. La defectuosa convocatoria y el errático proceso que nos llevó a la votación de ayer, no puede borrar el mensaje de las urnas desiertas. El pueblo, en un acto de lucidez digno de una novela de Saramago, decidió no legitimar la reforma judicial.

Quienes la aprobaron saben que usurparon una gama del espectro de la representación para arrogarse una mayoría constitucional que no tuvo eco entre la gente. La aprobaron comprando voluntades y por tanto recurriendo a las más deleznables prácticas de la política. Hoy esa mayoría, artificialmente creada por una decisión del Tribunal electoral y la más palmaria corrupción política, debe asumir políticamente el revés que el pueblo les ha dado.

Aprobaron una reforma que sin explicársela al soberano se convirtió en su propia condena. La reforma nunca fue entendida por la sociedad mexicana. Fue una reforma confusa que amanece derrotada porque la gente no la refrendó con su voto. La integración de un poder del Estado no puede tener una legitimidad tan baja ni siquiera sumando los votos de los acróbatas del razonamiento que fueron a las urnas a anular su voto.

Para CSP es, paradójicamente, una ocasión de despejar el camino y tratar de reiniciar su sexenio con señales de certidumbre y concordia. El autor de la reforma (AMLO) quiere mancomunarla a la derrota de ayer con lisonjas tipo “la mejor presidenta del mundo”. En una primera fase lo ocurrido ayer es responsabilidad de los legisladores que la votaron. Especialmente de los que en pasado expresaron públicamente dudas sobre la conveniencia de la reforma y acabaron votándola y de los que incentivaron la compra de votos en el Senado.

Los legisladores de la mayoría deberían, en un acto de autocrítica, reconocer que tenemos una crisis de representación, pues aquello que ellos aprobaron no fue convalidado por el soberano. No somos el único país que tiene problemas de legitimación popular. Los chilenos han reprobado sendos textos constitucionales en las urnas, demostrando a sus élites que no interpretaron correctamente el sentimiento popular. Han tenido la virtud de no imponer ninguno de los textos constitucionales desairados.

La coalición de Morena puede constatar hoy que se representa ella misma (y a AMLO), pero en este caso concreto no tiene hoy legitimidad para sostener que el mandato de las urnas fue su guía de actuación. Ese mandato requiere, con los datos de ayer, de una hermenéutica y una interpretación democrática de lo que significa el elevadísimo nivel de abstención.

Cuando un gobierno democrático constata que una de sus reformas no obtiene la confianza del parlamento, normalmente retira la legislación, no insiste en aplicarla por decreto. Como el parlamento en México no cumplió su función de reconducción de la propuesta del ejecutivo, fue enviada al escrutinio popular. El soberano les ha hecho ver que lo aprobado no conecta con el sentir de la mayoría y que muy probablemente sea el origen de muchos presagiados males que a partir de hoy no podrán ser imputados a la malevolencia, venalidad o impericia de jueces y magistrados.

Un demócrata toma nota de lo que ha dicho la mayoría silenciosa.

Creo que lo sensato, a estas alturas, es retirar la reforma y pactar una reconstrucción del poder judicial con un amplio consenso. El intento de un grupo por apropiarse del Estado, nos lleva a la discordia que sólo exacerba el encono interno y favorece a los intereses externos.

Nunca un triunfo tan amplio en el Congreso había implicado una derrota moral de esas dimensiones en las urnas. La reforma fue desairada.

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