Esta vez no escribo desde la reflexión, sino desde la consternación. Lo hago porque estamos asistiendo a la ominosa traición de una lucha en la que yo mismo he participado por décadas. El gobierno ha utilizado la muy ardua tarea de construir confianza en el voto (que no se logró sino hasta el final del siglo pasado) para consolidar un régimen de lealtades, favores y privilegios. Han alterado el significado de la voluntad ciudadana y el concepto de ciudadanía que maduró añejado en la esperanza, para convertir las elecciones judiciales en un plebiscito manipulado.
He escuchado y leído a los militantes y a los advenedizos del régimen defender la importancia del voto que se emitió ayer. Confunden la gimnasia con la magnesia: el voto es el resultado de la conciencia con que cada ciudadano contribuye a tomar decisiones, informado y convencido tras una deliberación franca de ideas, proyectos y opciones. Ese no fue el voto que atestiguamos. Lo que sucedió este 1 de junio fue el acarreo, la compra y la coacción masiva de voluntades para convalidar decisiones tomadas desde la cúpula del poder.
Ni siquiera las focas y las urracas a sueldo han podido alegar que quienes asistieron a las urnas ayer lo hicieron con pleno conocimiento de lo que estaban haciendo. Su argumento ha sido otro: había que salir a votar en respaldo del régimen. Y los números creados no hablan de la calidad del Poder Judicial que tendremos sino del músculo del gobierno y sus partidos. Por eso echaron la casa por la ventana para mover gente y repartieron acordeones para evitar yerros. Muy pocos sabían bien a bien a qué iban, pero cientos de miles fueron porque alguien los acarreó, los amenazó o los compró. Insisto: nadie en su sano juicio, nadie sin intereses, puede decir que las y los ciudadanos votaron después de haber reflexionado sobre los cargos, las trayectorias y las propuestas de quienes estaban en las boletas.
El pueblo como masa movilizada y disciplinada no hace la democracia. Por el contrario, es un sustantivo colectivo que anula la singularidad de cada individuo y cancela la potencia democrática de las y los ciudadanos dotados de derechos, de información y de conciencia propia sobre la relevancia de convivir con respeto a la civilidad. La sola idea del pueblo como un número y como una voz única (el pueblo-uno) corrompe las raíces de la democracia. En esa palabra no hay nadie en particular. Eres pueblo si te sumas y respondes con disciplina a las palancas de un partido y sigues las consignas que te ordenan. El pueblo es bueno cuando jala parejo, cuando llena las plazas, cuando corea los lemas y cuando se mueve como una masa.
El ciudadano, en cambio, es titular de derechos y responsable de sus obligaciones. Tiene nombre y apellido, está en los registros fiscales y laborales, tiene acceso a un médico, una cama y un tratamiento en los hospitales públicos, un pupitre en las escuelas y las universidades, tiene una pensión ganada con trabajo, tiene derecho a hacer valer sus derechos. Y nada de eso depende de su voto o de su obediencia, porque también tiene derecho a la disidencia, a la libertad de expresión, al acceso a la información y a la participación política que le venga en gana, con la única restricción del respeto absoluto a los derechos de los demás.
Este domingo no hubo ciudadanos ni democracia. Ambas palabras se usaron (y se siguen usando con hipocresía) para disfrazar el uso de los recursos públicos y el abuso de la autoridad en aras de la concentración del poder. A nuestra compleja transición consensuada y votada entre el último tercio del Siglo XX y el primer lustro de este, ha seguido la traición a la democracia con este plebiscito orquestado y garantizado de antemano. Ya sabemos lo que sigue: palabrería y cinismo.
Investigador de la Universidad de Guadalajara